
¡Que mejor manera de empezar una nueva aventura en tu vida que con otra aventura! Una semana antes de empezar un nuevo trabajo, decidí hacer un viaje caminando por el norte de España. El peregrinaje místico del Camino de Santiago siempre me había seducido, pero como no tenía mucho tiempo, decidí hacer una versión cortometraje, empezando en Pamplona.
Salí una mañana fresquita de enero, sigiuendo las primeras flechitas amarillas desde Pamplona hacia Santiago. Cruzaba por campos preciosos y pueblecitos acogedores, sólo parando para sacar fotos y mirar el paisaje con la mochila siempre puesta. Llegué al fin de la jornada (según todos los guías) a mediodía, y vale que era mi primer día pero estaba emocionada y tenía ganas de seguir. Decidí consultar la ruta en el albergue del pueblo, donde encontré una familia ecléctica de peregrinos que se habían conocido en el camino: el líder era un español ejemplar que había hecho el Camino todos los años desde que tenía 15, al lado su secuaz redondito y bajito, unos
surfer dudes de California que habían acabado la uni, y una japonesa que nunca hablaba pero sonreía todo el tiempo.
Les pregunté cuanto faltaba para el próximo pueblo. ¡Pero el próximo sitio con un albergue abierto está a 13km de aquí! ¡Estás loca! me advertían. Bueno, lo cierto era que ya había caminado 24 kilometros ese día, pero ¡me sentía fuerte! Así que, a pesar de sus consejos, salí con una sonrisa enorme, orgullosa y contenta de seguir con mi aventura.
Pero antes de que pudiera caminar 100 metros, oí gritos a mi espalda. Di la vuelta y vi a todos señalando frenéticamente hacia las flechitas amarillas, en la dirección contraria a donde iba yo. ¡Malditas flechitas! Pero... ¿podrían haber presagiado algo?

Empezé a caminar de nuevo y de repente me encontré con una supercuesta, ¡y joder que cuesta la cuesta! A la nada me estaba quedando sin fuerzas, pero por lo menos tenía el consuelo de que iba a descansar ahora en el siguiente pueblo tranquila y solita, habiendo dejado atrás a los demás. Llegué al sigiuente pueblo a las cinco de la tarde y no podía más. ¡me quedaba donde hubiera un hueco para tumbarme! Pero en ese
ghost town sólo había una casa con vida, y la dueña no me daba la bienvenida. Abrió una ventana desde el segundo piso al oír el timbre desesperado y me miró con cara de sospecha... me pidió 50 euros para pasar la noche en su casa y visto que sólo tenía 30, seguí caminando. Ella me indicó que había un albergue no muy lejos de allí y que el camino era llanito y facilito...
Y tan facilito, fui bajando y subiendo cuestas encima de piedras que me apuñalaban los pies como cuchillos, gru
ñiendo con cada paso hasta el siguiente pueblo, donde empezé a rezar (¡y dicen que el Camino te vuelve religioso!). Pedía a los dioses, la madre y la física cuántica que hubiera un sitio abierto para tumbarme a descansar los pies y el alma. De repente, ¡salvación! ¡Un albergue! Fui corriendo a camera lenta hacia la puerta sólo para encontrarme con otra vieja gritandome desde el segundo piso ¡ESTAMOS CERRADOS!, cerrando la ventana con un ¡BAM!
ME CAGO EN EL CAMINO.
Cay
ó la noche rápido, caminaba con la luz floja de un frontal, mientras el mundo se hacía cada vez más oscuro. Ya no sentía ni los pies. No veía nada, ni flechitas amarillas, ni señales, ni ná. Llegé a una cruce de 3 caminos. Por arriba, por debajo o hacia adelante. Ni puta idea. Por supuesto probé los dos que no lo eran primero, metiéndome por un campo lleno de mierda de vacas sin darme cuenta. Bajé del campo de mierda con los pies fijados en ladrillos de barro encrustado, que pesaba y apestaba, inventándome nuevas palabrotas. POR FIN llegué a una carretera donde POR FIN encontré una flechita amarilla (¡BIEN!) y justo después otra división en el camino: dos direcciones opuestas sin ninguna señal (¡MAL!).

Empezé a aterrarme. En un momento de crisis, decidí que no me quedaba más remedio que hacer autostop, así que empezé a gritar con toda mi fuerza, agitando el bastón en el aire, flasheando la luz del frontal hacia los coches. Nadie paró. Volv
í hacia atrás, aunque me costó el dolor de pies y de lo que quedaba de mi dignidad,cojeando hacia la salida anterior en la carretera. Estaba en la plena oscuridad, perdida y jodida.
Por fin ví un coche decelerando y me acerqué corriendo, agitando los brazos y gritando como una escapada del manicomio. Me abrío la puerta un chico bajito y gordito, no parecía tener mucho peligro. Su cara reflejaba su gran confusión y regocijo
simultáneo... ¿A dónde va una chica tan sola y tan guapa a estas horas? Al pueblo más cercano por favor. Metí las cosas en el maletero y me llevó los 400 metros que faltaban por llegar al siguiente pueblo, los que no podía ver delante de mi cara en la oscuridad.
Llegué al albergue (¡abierto!) de ese pueblo durmiente, con el cuerpo y espíritu rotos, pero VIVA. Me tumbé en un litera, el unico huésped en toda la casa. Medité en silencio hasta que me quedé dormida y creo que no moví ni un dedo hasta el día siguiente, cuando nada más levantarme, me cruzé con la banda de peregrinos en la puerta del albergue, mirandome con la sonrisa de
"I told you so". Ya sabía que no solamente tendría que enfrentarme a la aventura de la siguiente jornada, pero también a mis nuevos compañeros de viaje. Me sonrió el líder y, abrazándome, dijo: ¿Nos vamos, pues? Agach
é la cabeza y empezé a caminar detrás de mi nueva familia, doliendo y riendome con cada paso, hasta llegar a mi destino final.